Archivo mayo, 2012

Romani ite domum

Primero «Estados Unidos de América» (USA por sus siglas en inglés), lo que conocíamos como «Estados Unidos» puesto que estábamos todos en América, usurpa el topónimo «América» para su territorio exclusivo. No contentos con ello, se apropian también del gentilicio, y son ellos los «americanos». A los latinoamericanos, inferiores, cómo no, deben quitarle esa categoría y los convierten entonces simplemente en «latinos».

Nada nuevo en el imperialismo, en realidad. Ni siquiera el hecho de que los dominados, aquejados de esa especie de síndrome de estocolmo, asuman como propias las nuevas normas culturales que les son impuestas.

Un detalle que me resulta llamativo es que en Europa, en la Europa latina particularmente, también se refieran a los latinoamericanos como «latinos». Y es que por diferenciarse de aquéllos con quienes comparten raíces culturales se extraen a sí mismos del conjunto, y simultáneamente abandonan la denominación que ellos mismos aplicaron inicialmente. Es como una especie de tributo del viejo imperio al nuevo.

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El derecho a la pereza

Al hilo de la entrevista a Chomsky que compartí hace unas semanas, aquí os dejo este documento histórico: Paul Lafargue – El derecho a la pereza.

De rabiosa actualidad («Los trabajadores, al cooperar con la acumulación de capitales productivos, contribuyen por sí mismos al acontecimiento que, tarde o temprano, deberá privarles de una parte de sus salarios.»), cuesta creer que tiene 130 años. Y es que las crisis son intrínsecas al sistema, no excepcionales, aunque la sociedad lo olvide, adormecida por el falso bienestar y con la ayuda de una educación manipulada y dirigida.

El trabajo es una forma de esclavitud, en la que hombres y mujeres abandonan su identidad, ceden su ser para que sea utilizado por otro, a cambio de los medios de subsistencia que le permitan llegar al día siguiente, y ocasionalmente le permitan comprar cosas que le hagan sentir que es feliz. Los derechos laborales conquistados durante el siglo XX no eran mas que un dique, una barrera para contener esa esclavitud en unos márgenes, mas o menos un tercio de la vida total, y la mitad del tiempo despierto de la persona. En el siglo XXI ese dique está siendo dinamitado alegremente, con la connivencia de gran parte de los explotados, que aceptan argumentos como el de «trabajar mas para ganar mas»que les venden justamente aquéllos que jamás trabajan pero se llevan las ganancias, y en la ignorancia de que da igual lo que ganen, seguirán igual («trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables») . Aunque, es triste decirlo, la mayoría lo acepta sin siquiera argumentos.

En el texto de Chomsky explicaba a grandes rasgos esa eterna pregunta que repiten los que insisten en que la anarquía es utópica: «¿quién hará los trabajos que nadie quiere hacer?». Todos, quizás. Pero lo mas probable es que nadie, porque si hay trabajos que nadie quiere hacer, seguramente sea porque no deben ser trabajados, y porque la gran mayoría de la humanidad tiene que dejar de trabajar para satisfacer los deseos y caprichos de unos pocos.

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole.
En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacro-santificado el trabajo.
Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables, han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido.
Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio hay del de Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las espantosas consecuencia del trabajo en la sociedad capitalista.

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Cipriano Mera

Cipriano Mera

Mas o menos bien logrado, creo yo.

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Rastros todos de una tradición conventual

Pero tal vez es exagerado. Lo que seguramente debo a su frecuentación es el asco a ciertas costumbres viciosas, a ciertos tics del comportamiento social. Mi rebeldía, por ejemplo, a admitir calificaciones de las gentes a partir de trivialidades o a aceptar con una sonrisa el libre intercambio de la maledicencia a condición de que no llegue demasiado lejos o a mantener en continuo movimiento un turno de superficiales prelaciones afectivas que se alimenta por conspiración. Rastros todos de una tradición conventual (p. 173, Memorias, Carlos Barral, 2001 Ed. Península).

Estoy leyendo estos días las Memorias de Carlos Barral y lo más interesante de momento son los episodios de la infancia y la juventud en una España gris, cenicienta, calcinada y anodina. ¿Hacia ahí regresamos?

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