Tazas vacías


Argentina es un país productor de comida. Por eso la pregunta que uno escucha mas veces es: «¿cómo puede ser que en Argentina se pase hambre?». La respuesta solía ir siempre por los mismos derroteros: la corrupción, el gobierno, los yankis…  Casi era una reacción inconsciente, un impulso eléctrico que se dispara desde el bulbo raquídeo y ejecuta la vocalización de una respuesta que contenga las palabras politicos, ladrones, corruptos, y algunas otras de carácter variable como policía, deuda externa, benneton

La verdad, negar la corrupción sería una tontería, pero no menos estúpido es quedarse con esa explicación como si se hubiese enunciado la ley de la gravedad.

Hoy la situación resulta paradójica: La economía se encuentra bastante estabilizada, también la política, y resulta que los productores agropecuarios, viviendo una situación de bonanza con muy buenos ingresos por las exportaciones, han decidido dejar sin comida al país porque quieren exportarlo todo.

Recientemente se ha visto a los camiones lecheros tirar la leche al costado de las rutas, porque los piquetes no les dejaban llegar a destino. Sobra decir que la leche no dejará de llegar a las tazas de los hijos de las señoras bien que salen a sacudir cacerolas reclamando un beneficio máximo para sus inversiones en el campo. Las tazas que se quedan vacías son siempre las mismas.

Muchos se llenan la boca hablando de nacionalismo, se ponen la camiseta de la selección y salen a la calle sacudiendo una banderita de plástico. Pero de solidaridad no han oído hablar en su vida. A lo mejor lo han oído en la iglesia, pero siempre con la muletilla de «la solidaridad empieza por casa», que les encanta (porque los curas siempre tienen un mensaje a gusto de cada interlocutor), y la dejan ahí, entre las cuatro paredes de su chalét o las cuatro puertas de su camioneta. Esos mismos nacionalistas hoy quieren que en Argentina la comida sea mas cara, mas inaccesible.

Conviene no olvidarse que los que hoy se manifiestan son los que antes exigían mano dura, los que disfrutaron la fiesta del libre mercado, y antes la fiesta de la dictadura, y podríamos seguir tirando de los mismos apellidos doscientos años y muchas fiestas hacia atrás.

  1. #1 by migue on 31/03/2008 - 15:47

    Cada vez que leo que se tira comida, sean tomates, leche, grano o chupetes, me cabreo. La comida no se tira, ni por una huelga ni por nada. Que la gente se muere de hambre y no en Argentina, sino en muchos otros sitios donde no tienen ni fuerza para hacer una cacerolada y mucho menos un piquete. La comida no se tira, aunque sea por respeto.

  2. #2 by Sergio on 1/04/2008 - 7:57

    Comentábamos con Jovekovic en su blog «La mirada roja» hace muy poco tiempo acerca de si el sentimiento de clase de la clase obrera había desaparecido o si aún persistía, la conclusión a la que llegamos fue que mientras la clase pudiente conserve ese sentimiento las clases medias y trabajadora lo han perdido. Ese sentimiento de clase en la Argentina alcanza el estado de defunción en los años del primer gobierno de Menem, cuando el peronismo alcanza el poder y Menem consigue minar el movimiento desde adentro, al mejor estilo «Caballo de Troya». Esto se consigue a través de un excelente uso del sistema del chivo expiatorio, que tornaba culpables de egoísmo y de anti-argentino a todo trabajador que se opusiese a las privatizaciones por ejemplo, se consiguió dando «premios» a los dueños de los grandes medios de prensa que se mostrasen más complacientes, generando una legión de grandes empresarios fuertemente endeudados, ya sea económicamente o «amoralmente» con la administración de aquel entonces.

    Los canales de televisión, recientemente privatizados, se mostraban activamente acordes con las medidas privatizadoras del gobierno menemista, los diarios (exceptuando a Página 12 entre otros pocos, muy pocos), también apoyaban activamente estas medidas. El tiempo demostró que todos, todos, diarios y canales de televisión de alcance nacional se habían equivocado o se movían de acuerdo a sus propios intereses pero el daño ya estaba hecho.

    Por una parte, la clase obrera había recibido un golpe de muerte al ser testigos de como sus líderes sindicales habían aceptado las privatizaciones, enriqueciéndose sospechosamente o, al menos, más sospechosamente de lo que ya se habían enriquecido. Al no tener en quien confiar y al no existir una clase dirigente de recambio, ya que esta fué hábil y eficientemente eliminada durante los años 1.976/1.982, los viejos líderes se enquistaron en sus posiciones de poder sintiéndose cómodos. Los viejos partidos se desintegraron en cuanto a principios, la caída del gobierno de Alfonsín evitó que en el país se hablara de socialdemocracia, el peronismo de Menem colocó en lugares clave de su gobierno a representantes de la Unión de Centro Democrático, viejo partido liderado por Alvaro Alsogaray y representante de la más genuina oligarquía industrial y agropecuaria.

    Comenzó entonces la era del «sálvese quien pueda».

    Sin embargo los argentinos volvieron a unirse en ocasiones, demostrando que la vieja solidaridad anda por ahí solo que olvidada. Fue esa vieja solidaridad la que derribó al gobierno de De la Rúa, tal vez el presidente más ineficaz que se recuerde. Sin embargo no apareció ningún dirigente o partido capaz de aprovechar esa fuerza que promovía el cambio, solo aparecieron dirigentes que o bien intentaron utilizar esa fuerza en beneficio propio o quienes intentaron, y al final consiguieron, volverla a su cauce.

    Y en eso estamos, en un país azotado por distintos egoísmos, de solidaridad ausente, sin conciencia de clase en sus escalones socioeconómicos más bajos, un país que es la muestra de lo que sucede cuando el neoliberalismo consigue su propósito, un país que demuestra que quien gana no es el pescador, sino el dueño de la barca.

    Un abrazo.

  3. #3 by ALEX on 7/04/2008 - 15:46

    Quien quiera leer , que lea.
    Ah, bueno!
    El problema era el miedo. ¿Lo seguirá siendo a partir de ahora? Durante 2.100 días lo que prevaleció fue una mezcla muy argentina de temor, recelo, cálculo, cobardía y pasividad.
    Por Pepe Eliaschev | 06.04.2008 | 02:14
    El problema era el miedo. ¿Lo seguirá siendo a partir de ahora? Durante 2.100 días lo que prevaleció fue una mezcla muy argentina de temor, recelo, cálculo, cobardía y pasividad. Sigue habiendo mucho de eso. Pero el país respira ahora con otra modulación. Lo que antes impresionaba ahora irrita. Lo que disciplinaba, de pronto, ya rebela.
    Si la jefa política formal de una nación necesita dar cinco discursos públicos en ocho días y, además, precisa estigmatizar a un periodista muy reconocido que se expresa a través del lápiz, la pluma y la tinta, poniéndolo en el lugar de un mafioso, es porque hay cansancio.
    Lo que cansa, empero, no está agotado todavía. El dispositivo de poder que la Argentina se dio (o toleró) en estos casi 60 meses de kirchnerismo no ha estallado. Es también poco probable que implosione en el corto plazo, si es que insiste en duplicar y triplicar apuestas, con ese machismo ideológico que debería molestar a una persona como la Presidenta, que se manifiesta preocupada por los temas de “género”.
    Pero el clima de fin de época se respira y es inconfundible. Hay fatiga de material. Si se comparan las palabras que ellos pronuncian y los personajes que frecuentan con lo que hoy se dice, se hace y se piensa en los caminos del país, este oficialismo exuda rasgos arcaicos.
    Se maneja con criterios de una obsolescencia ramplona. Apelar al cegetismo vociferante y a los carritos humeantes de choripán en la vetusta y desvencijada “Plaza” habla de una irrefrenable pulsión nostálgica. Pero es una nostalgia tóxica.
    Parte de la evidente irritabilidad que se percibe en la vida cotidiana puede atribuirse a una enésima frustración nacional en pleno desarrollo. No es la primera, ni tampoco será la última. Pero así como Carlos Menem prometía en 1988 “una revolución productiva”, la actual Presidenta abrazó su campaña electoral a la noción de cambio en clave institucional. Ella se propuso como paradigma de un tiempo nuevo en esa materia. Lo prometía porque –según aseguraba– el cambio recién vendría con ella en el poder.
    Bueno, no sucedió. En su gobierno no consultan, no negocian, no consensúan, no convergen. Sí usan, y mucho, esas palabras, pero como cáscara vacía de nociones en las que no creen.
    Los productores del campo, presentados por la propaganda del Gobierno como avaros usureros inescrupulosos, sanguinarios explotadores del pueblo y temibles ideólogos de una derecha cavernícola, aguantaron a pie firme los contenedores de estiércol que les arrojó la retórica estatal y han surgido legitimados y más comprendidos que nunca.
    Eduardo Buzzi, el dirigente de la Federación Agraria, los humilló como corresponde cuando aludió a las víctimas de la dictadura entre los productores agropecuarios de aquellos años. La verba desmesurada que se usa desde el Gobierno y desde los organismos que se presentan como defensores de los derechos humanos tiende a presentar al matrimonio presidencial como sufridas víctimas de la represión procesista. Los que se oponen, como los pequeños chacareros a los que representa la Federación, serían esbirros de aquel régimen.
    Los productores agropecuarios han demostrado descarnadamente que la razón final del Gobierno en esta pelea es la apropiación centralizada de los recursos nacionales, sin rendir cuentas, ni compartirlos, a menos que se le sometan quienes solicitan, aunque sea, el 10% de lo que “retienen”.
    Extraño concepto este de la “retención”. Huele a estrategia de viscoso estudio jurídico para quedarse con propiedades cuyos titulares no pueden afrontar el pago de la hipoteca. Es que, así planteada, la “retención” que enamora al imaginario oficialista es sólo una ejecución disfrazada, con el agravante de que aquí ni siquiera hay deuda exigible. Es una ejecución de bestial discrecionalidad: como-yo-digo-que-ganás-mucho-te-saco-gran-parte-de-lo-que-ganaste-porque-me-parece-que-es-demasiado.
    Eso es lo que se aproxima a su inexorable agotamiento, la pretenciosa y mesiánica noción de que un poder absorbente recaude y distribuya, como si fuera dueño exclusivo del bien común.
    Funciona como benévolo pero fulminante paternalismo: herramientas y formas de la democracia representativa son, en el mejor de los casos, métodos secundarios y prescindibles.
    Lo son, sobre todo, de cara a la mayor (¿única?) virtud que exhibe esta manera de administrar el país: el ejercicio inapelable de la “conducción”.
    Confrontada con la estimulante frescura que proviene de las nuevas energías sociales ahora reveladas, la mirada paranoica del oficialismo asusta. Hay que decirlo: no hay golpismo hoy en la Argentina. Sólo una imaginación desmesurada por el ejercicio plenipotenciario de la cosa pública puede convencer a quienes hoy mandan de que jamás se atacó tanto a un gobierno.
    Alguien tiene que decir que en el comienzo de esta democracia, esos 25 años que este gobierno naturalmente no piensa celebrar, ni siquiera recordar, el 30 de octubre o el 10 de diciembre, a Alfonsín la CGT le hizo 13 huelgas generales, tuvo que afrontar tres levantamientos militares y, cereza de la torta, un sangriento ataque de la izquierda terrorista contra una gran unidad de combate en las cercanías de la Capital.
    Comparar aquellos hechos con la huelga agropecuaria es como equiparar el descuelgue de cuadros en el Colegio Militar en 2003 con el juicio a las juntas impulsado a 72 horas de terminar esa dictadura con la que tanto se llena la boca el Gobierno.
    Pero hay algo nuevo en el aire, y se nota. La gente es tonta y crédula e ignorante, piensan muchos. Pero cuando la Embajada de los Estados Unidos divulga esta semana la foto, que los diarios publican, de un sonriente Tony Wayne departiendo amablemente en la sede diplomática con el tremebundo ex montonero Carlos Kunkel, todo queda claro. Es una gestualidad que revela brutal hipocresía en el oficialismo, desde el cual se satanizó al embajador norteamericano hace pocos meses nomás.
    Se trata de un sistema de pensamiento y acción que, aun en su solidez de hoy, ya presenta los rasgos inconfundibles de la fugacidad, como los alimentos perecederos que tuvieron que sacrificarse estos días. Ese agotamiento es visible, tal vez pequeño ahora, pero inevitablemente progresivo, a menos que el Gobierno, que se dio un porrazo de aquéllos, sorprenda al país con un claro cambio de rumbo, posible pero poco probable.
    Porque si no, si la Presidenta tiene tiempo para acusar a Menchi Sábat de golpista “cuasi” mafioso, sólo quedaría, para confrontar a la melancolía de este domingo, apelar a Marcelo Tinelli y su formidable “¡Ah, bueno!”.

(No será publicado)


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